EL LABERINTO DEL PENSADOR
“Todo lo que sube, tiene que bajar” —Isaac Newton
La manzana se desprendió del árbol y su descenso se detuvo abruptamente al impactar en la cabeza del pensador. Ese golpe inesperado lo arrancó del profundo abatimiento que lo había atormentado durante meses.
El peso de su melancolía era casi tangible, nacido aquella fatídica noche en que Doña Azucena Fresca de los Hidalgos proclamó, con el desprecio de quien ya no siente amor, frente a una audiencia de hombres ilustres y mujeres engalanadas:
—¡Vete a la mierda, mi amor por ti se fue al carajo!
La mente del pensador se agitaba como un mar encrespado, incapaz de calmarse, consumida por una única tarea que parecía imposible: recuperar el afecto de Azucenita.
Pensar, pensar, pensar. Esa era su única arma, su única estrategia para resolver el enigma de cómo recuperar el amor de su amada, quien ahora parecía tan lejana como una estrella en el firmamento.
Rotundamente se negó a aceptar que ella, la mujer que había conquistado su corazón, no hubiera comprendido las explicaciones —¿acaso no convincentes? — que él le ofreció por sus repetidos fracasos en los momentos más íntimos mientras hacían el amor, bien fuese en la cama, el piso, contra la pared, o incluso el techo. Él había caído corto, y esos fracasos parecían haber construido un muro infranqueable entre ambos.
Aun así, su determinación de aferrarse al recuerdo de Azucena, que se había entrelazado irrevocablemente en el tejido de su vida, no hacía más que alimentar la tormenta en su interior.
El pensador no podía permitir que la imagen de Azucena se desvaneciera. No. Algo tenía que hacer. Tal vez escribirle, tal vez enviarle un mensaje. Pero enseguida la realidad lo golpeó con la misma fuerza que la manzana: vivía en el siglo XVIII, y aquellas herramientas futuristas que podrían haber facilitado su comunicación —correos electrónicos o mensajes de texto— no existían aún.
Él era un hombre de ciencia, un pensador, alguien acostumbrado a resolver problemas con razón y método. Pero sabía que no viviría doscientos y más años para ver el día en que esos dispositivos se inventaran. Tendría que enfrentarse al problema del modo en que lo hacía con todos los demás: con ingenio y creatividad.
—Maldita lógica… —murmuró para sí mismo, frotándose la frente donde la manzana había dejado su marca.
Se levantó de un salto y comenzó a caminar en círculos por su habitación, mientras intentaba recordar las palabras exactas de Azucena aquella noche. Su rostro, encendido de furia, aparecía ante él como una visión: sus labios, que antes contemplaba con devoción, escupieron con desprecio esas hirientes palabras que ahora lo atormentaban.
—¡Vete a la mierda, mi amor por ti se fue al carajo!
Pero, ¿era verdad? ¿O simplemente un arrebato?
—¿Qué es lo que quiere una mujer? —se preguntó en voz alta, como si la respuesta pudiera caer del cielo como la manzana.
Con la mente en ebullición, tomó una pluma y empezó a garabatear ideas en un papel. Si los principios de la física explicaban los cuerpos celestes, ¿no podrían aplicarse también al corazón humano? La atracción, la resistencia, el movimiento pendular… Todo tenía sentido, al menos en teoría. Pero, ¿cómo demostrarlo en la práctica a Azucenita?
Escribía con frenesí, como si sus pensamientos pudieran alcanzarla a través del tiempo y el espacio. Entonces, una frase resonó en su mente, clara y firme, como un eco divino:
—Adelante, adelante, no te dejes sucumbir.
El pensador se detuvo en seco, la pluma temblando en su mano. Quizás su relación con Azucena no estaba condenada después de todo. Tal vez simplemente se encontraba en la etapa descendente de un ciclo, y lo único que necesitaba era encontrar la fuerza para impulsarla de nuevo hacia la cima.
Por primera vez en semanas, esbozó una sonrisa. Quizás, solo quizás, no todo estaba perdido.
¿Qué sucede cuando el pensamiento intenta resolver lo que el corazón no comprende?