Ciclo de los Condenados
Llegaste cuando era primavera,
cuando el mundo aún no sabía defenderse.
Traías promesas disfrazadas de rosas
y una voz tan dulce
que ni los cuervos se atrevieron a interceder.
Me volviste verano.
Lujuria con ropajes de eternidad.
Tu sudor era sal en mis certezas,
y yo —desnuda de juicio—
te ofrecí el cuello
como quien abre un libro sagrado
para verlo arder.
Pero pronto fuimos otoño.
Ya no quedaban preguntas.
Tus besos eran rutina,
tus ojos, páramos gastados.
Yo me deshacía en brisa,
tú te volvías sombra
con bastón y sin regreso.
Para cuando llegó el invierno…
ya éramos ópera muda.
La cama: un mausoleo.
El café: ceniza.
El amor:
un cadáver exquisito
que nadie se atrevió a firmar.
Hoy florecen otras primaveras.
Siempre florecen nuevas primaveras.
Primaveras que, en mi alma,
siguen oliendo
a esa primera fosa muerta.