kirkland

Bersek

El hombre que alguna vez peleó buscando un lugar, terminó vistiéndose de sombras. No fue elección, fue condena: la oscuridad lo abrazó como un manto inevitable, tejido con gritos, sangre y traiciones. Cada herida abierta en su carne fue un recordatorio de que el mundo no era tierra de héroes, sino un pantano de monstruos disfrazados de hombres.

Berserk caminó entonces bajo un cielo que no conoce auroras. Su espada, enorme como un muro, ya no solo cortaba enemigos: también cortaba sus propios recuerdos, intentando arrancar de sí la ternura perdida. La mujer que amaba se convirtió en silencio, el amigo en un espectro inalcanzable, y él mismo en una fiera que ya no supo diferenciar la rabia de la esperanza.

Para sobrevivir tuvo que cubrirse de oscuridad. Como si la noche fuese su armadura, como si el odio fuese su única brújula, no porque quisiera, sino porque el mundo lo hizo así: un hombre que carga un hierro imposible, un cuerpo marcado por la muerte y una voluntad que se niega a caer.

Y aun así, en lo más profundo, arde un resplandor débil, casi invisible. Una chispa que no logra apagarse del todo, quizá no es amor, quizá no es fe. Quizá es solo el instinto del lobo que, incluso herido, incluso perdido, sigue avanzando contra la tormenta. Porque en Berserk la oscuridad no se evita: se respira, se bebe, se sangra, y él… él es el único capaz de mirarla de frente y continuar caminando.