Surcando el mar a esa hora
en la que el Sol ya se acuesta,
la oscuridad casi aflora
y en cubierta ya refresca.
En dos parpadeos seguidos
y casi sin darte cuenta,
el horizonte se ha ido
y las cortinas despliega,
y van saliendo puntitos
como si encendieran velas
arriba, en el infinito
de aquella bóveda negra.
Desde oriente hasta occidente
la oscuridad es completa
y, como haciéndose sitio,
la noche ya es cosa hecha.
Con la cúpula estrellada,
la Luna se despereza
y se asoma despeinada
con cuarta creciente cresta.
Sus dos astas afiladas
apuntan hacia la izquierda,
pero pronto se ilumina
y, presumida, se arregla,
porque es muy femenina
y, como tal, es coqueta.
El mar la mira de lejos
y despliega su belleza
poniéndole sus espejos
a disposición de ella.
La Luna, como una reina,
desde arriba lo contempla
y apresurada se peina
aprovechando la imagen
que de ella se refleja.
Y se cruzan sus miradas,
y de reojo flirtrean,
y se les nota en el rostro
que se buscan y desean.
A pesar de que le salen
pretendientes por docenas
a la Luna centinela
(locos, amantes, cantantes,
ricos, borrachos, poetas...),
ella solo tiene ojos
para su mar de la Tierra.
Él la invita a que descienda
y que se tienda a su vera.
La Luna lanza sus rayos
y en su regazo se echa.
El mar la toma en sus brazos
y ella, que es lista, se deja;
y los dos brillan flotando
al ritmo de un vals sin velas.
¡Míralos cómo se mecen!
¡Míralos cómo se besan!
¡Mira cómo se estremecen!
¿No oyes cómo jadean?
Ambos retozan sus pieles
para que el cielo los vea,
y excitada se humedece,
y se corren las mareas,
y las olas eyaculan
hasta la orilla y su arena.
Y cuando al fin amanece,
la Luna otra vez se aleja
hasta la noche siguiente.
Pero el mar siempre la espera.
Son pareja intermitente...
Son la conjunción perfecta.