Yo fui un hombre de luz,
caballero de buen trato,
con las manos en la cruz
de un corazón sin recato.
La risa brotaba libre
como fuente de ventura,
y mi alma era un alivio
para toda criatura.
La bondad fue mi vestido,
la inocencia, mi bandera,
y en cada gesto tendido
se tejía la manera
de vivir entre los otros
sin causar herida alguna,
sin mentiras ni reproches,
sin doblez bajo la luna.
Mas el juicio se hizo ciego
y la mirada, puñal.
Me nombraron lo que niego,
me marcaron con su mal.
Cruel palabra fue su arma,
que no corta por la piel,
pero envenena y desarma
lo que había en mí de miel.
Me arrastraron al abismo
por senderos de tormento,
donde el odio es mi mismo
pan y airado alimento.
Mi alma, antes tan serena,
se volvió jaula de hierro,
y la paz que fue mi pena
ahora es fuego y destierro.
Hoy preguntan por qué rujo
como bestia en la tormenta,
por qué mi mirar condujo
a la sombra y lo lamenta.
No comprenden que fui hecho
por el juicio que me niega,
que forjaron en mi pecho
esta llama que me ciega.
No recuerdan que fui todo
amor en cada latido,
y que aún, de algún modo,
late el hombre que he perdido.
Queda un eco de mi flor,
marchita pero sincera,
mas también queda el rencor
en mi sangre prisionera.
Detrás de esta mirada
que el veneno ha enrojecido,
vive el alma destrozada
del que un día fue querido.
Cuando empujan al humano
hasta el borde de su abismo,
cuando quiebran con su mano
lo mejor de él mismo.
Entonces nace el monstruo
que la gente tanto teme,
no por mal que lleva dentro,
sino por lo que la hiere.
Cada golpe que recibe
se convierte en su venganza,
y el dolor en que vive
es su única esperanza.
Así camino en las sombras
de lo que solía ser,
entre ruinas y entre tumbas
de mi antiguo amanecer.
Pero guardo en el pecho,
como brasa que no muere,
la memoria de aquel hecho:
que amar fue todo lo que quise y luego vino mi descenso a la locura.