Tu cama es mesa,
centro de pasión
y altar de sueño.
Ahí no hay pan ni vino,
sino piel y saliva,
lenguas que no saben de rezos
pero sí de incendios.
Tu cuerpo es la ofrenda,
el mío, la plegaria urgente.
Cada gemido es campana,
cada mordida, un sacramento.
En esa liturgia de sudor y deseo,
no importa el cielo,
ni el infierno,
solo el instante
en que me abres como un libro prohibido
y me lees hasta quedarte sin voz.