Poetas que nacen del fuego y el desgarro,
que no se encorvan con el dolor
beben del silencio y escupen luz.
Artesanos de mundos que no existen aún,
plantan el amor y abren surcos en la tierra estéril
para sembrar una verdad sin dueño.
No agachan la cabeza ante el poder ni la costumbre.
Llevan la lengua afilada por la justicia,
y sus versos, cargados de pólvora y ternura,
despiertan la conciencia de la humanidad
como un trueno que atraviesa la noche.
Son nervio, temblor, hambre y raíz que persiste,
manantial sacro que brota en la sequía.
Individuos que maldicen sin miedo,
su condena es canto y advertencia
que no pacta con tibiezas.
Poetas jaguares que acechan la hipocresía,
águilas que vuelan sobre las ruinas del sentido,
y desde lo alto convocan a Dionisio y a Afrodita.
Poetas del sonido, la belleza y la melancolía
esencia febril de la vida misma.
Su palabra no es consuelo, es arma, es útero,
es espejo que no teme la deformidad.
Llevan en la piel la tinta de los siglos,
y en los ojos, la chispa primitiva de quien ha amado
y sabido morir para enunciar la verdad.