El hombre camina desnudo, sin armas ni disfraces, sostenido únicamente por el pulso de su respiración que lo ata todavía a la tierra. Sus ojos devoran el mundo con la inocencia de quien sabe que nada le pertenece: contempla las montañas como huesos antiguos, los mares como espejos temblorosos, los rostros de los otros como fragmentos dispersos de sí mismo.
Ha comprendido que cada día es una hoja que se desprende, que la luz nunca permanece intacta, y que incluso las sombras conservan memoria. Y, sin embargo, en su silencio habita la gratitud: agradece el canto de los pájaros, el olor sencillo del pan, el roce fugaz del amor que se entrega sin promesas.
El hombre desnudo sabe entonces que no somos dueños del tiempo, sino huéspedes, viajeros en una casa de estrellas que jamás nos pertenece. Y cuando llegue la hora de partir, no cargará oro ni recuerdos enteros: llevará solamente la cicatriz de lo amado y el peso ligero de un sueño incompleto.
Tal vez, en el vacío que lo aguarda, ese sueño se convierta en eco. Y quizá, solo quizá, ese eco sea suficiente.