La luna fue testigo de su espalda,
su cuerpo dibujado en plata viva.
Desnuda como danza del silencio,
con fuego entre los poros… y en la risa.
Las ropas en el suelo eran plegaria,
el aire se ofrecía como altar.
El alfa la miraba como a un templo,
con hambre de rezar… sin pronunciar.
El baile era un susurro celestial,
las sombras se rendían en su piel.
Un giro, una sonrisa, y se encendía
la música sagrada del placer.
Sus labios no pedían: reclamaban.
Su pecho era tambor de redención.
La luna la cubría como manto,
y él, lobo fiel, ladraba su obsesión.
Allí no hubo vergüenza ni pecado,
sólo verdad vestida de mujer.
Un cuerpo en libertad que fue poema,
y un alma hecha canción… hecha de sed.