Virginia Gil Torrijos

PENELOPE

Nos enamoramos siempre de los muertos,

es de ellos de quién siempre nos enamoramos;

tal vez porque nos mecemos en sus ausencias oníricas

errantes por un mar estratosférico.

 

Y Ulises viajaba.

Y Ulises amaba.

Y Ulises era Ulises.

 

Y el reloj decía que eran de nuevo las tres, las tres de la mañana,

la hora de las verdades y de los muertos.

Pero mi cama se llamaba Penélope, te había dicho;

por firme convicción, era así como se llamaba.

Y Penélope… Penélope lloraba lágrimas de firmamento.

Y tejía poemas y deshacía tramas.

Mientras en rededor pululaban otros cantos de sirena sinuosos y envolventes.

Pero mi cama se llamaba Penélope (no recuerdo ahora si te lo había dicho).

(Y cada vez eran más sinuosos y cada vez más envolventes).

(Y cada vez más en rededor).

 

Hay injustas permanencias,

susurros de dádivas

blasfemias de deidades.

Y tú estabas muerto.

Todos me decían que estabas muerto.

Porque tu esquela figuraba en las vistas

de las noches providenciales.

Y tu óbito chasqueaba imperioso brillando

en un porche de azules abisales.

Y yo,

sólo distinguía ya los muros, los prismas, los rosales

las lágrimas punzantes,

el fragor y la ruina de los cañaverales.

 

Ahora ya todo huele a tango lento, a fado negro y a derrame de rock.

 

Es ahora un ahora desde

esta regresiva perspectiva en la que te contemplo,

un ahora, en que

el cielo se torna de nuevo tormentoso, 

mientras sobrevuelan todos los cuervos

a la par que se desploman mis rezos.

 

Así transfiero ya las entrañas que braman y me llaman Penélope.

Agudizo los oídos cuando todos me dicen,

me dicen, que estás muerto.

 

Mayo con tantas flores.

Mayo con tantos jardines.

Mayo con tantos caminos.

          Y miles y miles de leguas

          sobre los lomos de un abismo.

 

El síndrome de Penélope es así.