Nunca pensé que mi destino sería tan simple y tan terrible:
proteger lo que no podía poseer.
La primera vez que vi su rostro, el campo de batalla se volvió un lugar inútil; toda la guerra, todo el ruido de las armaduras
y el choque de los puños envueltos en cosmos, se apagó.
No había héroes ni dioses, solo una mujer que, en su silencio, era más fuerte que todos los ejércitos que enfrenté.
Ella era Atena.
Y yo… apenas Seiya, un hombre que no había nacido para tocar el cielo.
Los dioses nos miran como quien ve caer la lluvia:
saben que no duraremos, pero no pueden evitar mirarnos caer.
Ella
No debía amarle.
No podía.
No estaba escrito en las leyes que rigen a los míos.
Un dios que ama a un mortal corrompe la línea sagrada que separa lo eterno de lo fugaz.
Pero él tenía algo que ni la eternidad me había dado:
fragilidad.
Esa manera de sangrar por un ideal, de levantarse con huesos rotos, de jurar cosas que podían costarle la vida y cumplirlas como si el juramento fuera más real que el propio universo.