Ayer te vi,
con la carita sucia,
los pies descalzos,
las manos extendidas
pidiendo un pan para vivir.
Ayer te vi
desde la esquina olvidada de un semáforo,
pidiendo no para vivir,
sino para sobrevivir.
Mi corazón se encogió
al ver en tus ojos tristes
la esperanza de una vida
que nunca pediste tener.
Algo en mí se rompió
cuando dijiste,
“¿Me das algo para comer?”,
y tu voz quebrada
llevaba más historia
que muchas bibliotecas.
Vi en ti el abandono de una niñez perdida,
extraviada entre luces rojas y verdes,
donde los sueños mueren
en la siguiente luz.
Vi cómo tu infancia fue trocada
por monedas de lástima,
cómo el hambre te abrazó
antes que tu madre,
cómo la calle te enseñó
a resistir sin tener quién te enseñara
a vivir.
Tú, niña de pies sucios,
de mirada antigua,
sales cada día a cazar migajas
como si fueran estrellas,
porque no tuviste padres
que pelearan por ti.
Fuiste víctima de una historia
que no escribiste,
pero que llevas tatuada
en cada paso,
en cada noche sin cama,
en cada mañana sin pan.
Todavía te veo en mis sueños
cuando cierro los ojos,
todavía estás allí…
con tu carita sucia
y tus manos extendidas
como quien ha aprendido
que sobrevivir
es el acto más valiente
que puedes ofrecerle a la vida.
A tu corta edad
has vivido más guerras
que cualquier anciano centenario.
Y aún no sabes lo que es la felicidad,
pero sí conoces el abandono,
ese que te visita diario
en la rutina del olvido,
en los semáforos donde los autos avanzan,
pero tú sigues detenida…
gritando en silencio
una historia que nadie quiere escuchar.