Tenemos miles de contactos,
pero nadie escucha cuando lloramos en silencio.
Subimos fotos sonriendo,
pero nadie ve los ojos apagados detrás del filtro.
Vivimos hiperconectados.
Conectados a todo,
menos a nosotros mismos.
Un mensaje azul no es presencia.
Un emoji no sabe temblar.
Un like no sustituye el calor
de un abrazo que no llega.
Hablamos en cadenas,
reenviamos palabras,
pero olvidamos cómo mirarnos sin apuros,
cómo nombrarnos sin etiquetas,
cómo preguntar:
¿estás bien?,
sin esperar solo un ok de vuelta.
Hay verdades que no se suben,
dudas que el algoritmo no recomienda,
fe que no cabe en una historia de 15 segundos.
Nos hemos acostumbrado
a mostrar lo que no somos,
a esconder lo que sí sentimos,
a vivir en línea,
y morir un poco cuando se va el WiFi.
Los silencios se han vuelto pesados,
las miradas, breves;
los abrazos, notificaciones pendientes.
¿Y si hoy cerramos la sesión?
¿Si volvemos a tocarnos el alma
sin pasar por la pantalla?
¿Si reaprendemos a habitar el cuerpo,
la calle,
la pausa,
la voz?
Estamos aquí,
tan cerca,
y tan lejos,
esperando que alguien recuerde
que todavía
sabemos estar
de verdad.