Era testigo la luna
de esta atrevida aventura.
En su más plena hermosura,
era testigo de alguna
magia de aquella fortuna
de poder enamorarme,
en tus ojos reflejarme
y, abrazados por la niebla,
darle luz a las tinieblas
que han dejado de atacarme.
Era de ámbar, luciente,
y me observaba entregado,
por tu alma obnubilado
y por tu cuerpo impaciente.
Yo era testigo inconsciente
de lo que siempre he esperado:
de ese momento soñado
donde volviste a mi vida,
en esa ruta sumida
bajo la niebla, abrazados.