Bienaventurados los muertos, porque no verán las nubes arder ni oirán el llanto de quienes se quedan.
Dichosos los muertos, porque no respiran este aire, este aire donde vuelan tristezas, ni sentirán la agrietada piel de la sedienta tierra.
Días de furia, días de condena. Los pájaros emigran, los árboles se secan. Todo el mundo huye.
Los vivos se preguntan: ¿Valió la pena?
Sí.
Y, como si nada, siguen llegando: a los cafés, a las iglesias… ¡a los bares!