Llegaron en plena tormenta,
lluvia caliente, sin paz.
No era andina, era violenta,
sin aire, sin sombra, voraz.
Madrugada sin aliento,
charcos tibios bajo el motor.
Ella dormía en su asiento,
él sudaba, cargando amor.
Así comenzó la historia:
la selva, la madre, el rumor;
un viaje sin escapatoria,
con promesas bajo sudor.
El calor subía despacio,
como el rencor en la piel.
Cinco duchas, mismo espacio,
y aún no enfriaba su hiel.
Caminaron largas horas,
la ciudad sin dirección;
motos, polvo, sin mejoras,
ni sombra para el perdón.
La madre, con gesto rudo,
rogaba quedarse a cenar,
y ofrecía, casi crudo,
el ave que iba a degollar.
La hermana menor lloraba,
no quería que se marchara:
—No te vayas —le rogaba
con su voz frágil y clara.
Ese llanto fue la herida
que partió lo que quedó.
Ella, firme, decidida,
al amor ya le dijo que no.
La pareja discutía
bajo un cielo sin piedad.
—Ven, aún hay día —decía—,
pero ella no miró atrás.
Él lanzó la frustración
en forma de vidrio al pantano;
ella, sin contemplación,
soltó el anillo en su mano.
Cinco duchas en un día
y el calor seguía igual;
cinco formas que ella usía
para enfriar lo emocional.
—Te ves raro —dijo, harta—.
Y él pensó: “No, es el sudor.”
Puerto ardía y algo parte
de él también murió de amor.
Comió suri sin encanto,
lo viscoso fue ritual;
y el puente miró su llanto,
tan ancho como su final.
Puerto Maldonado ardía,
como ardía el corazón;
ella, al fin, lo despedía
como se despide el sol.