Cartagena: bajo el sol de los siglos
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Termino mi café y me encamino al malecón de piedra y cemento;
Crespo no es solo un barrio de emergentes y acomodados;
ni de turistas regordetes sedientos de mar,
es un refugio angosto atrapado
entre el ruido de los aviones
y el vaivén de los autos que llegan y van.
Un ventarrón enfurecido me zarandea
como un maniquí,
me aferro al tronco de un árbol centenario
y oigo sus latidos;
abrazado a su corteza me musita los siglos vividos.
El viento amenaza e insiste en revolcarme
pero yo permanezco
aferrado al viejo guardián del tiempo.
No lejos, una ola furiosa amenaza con romper
el malecón de piedra y cemento que intenta contenerla;
cerca de mí, un pregonero canta las bondades
de las piñas, papayas y mangos
que carga en su carruaje,
mientras un vagabundo desgrana una melodía
triste al borde la calle.
Me detengo ante las murallas que lloran la historia;
el conquistador se alza frente a los más desposeídos;
empuña su espada con gesto de dominio,
reluce bajo el sol implacable del mediodía;
aún exhala el olor de una sangre que el tiempo no ha borrado.
Me aparto cauteloso y me pierdo
entre balcones de vivos colores,
dormidos junto a torres que rozan el presente
o tal vez vigilan el porvenir.
El colorido de las casas, el armonioso balanceo de las caderas
de las turistas codiciosas de sueños, y
el sonido susurrante del mar parece juntarse
en un sólo haz de fuego y pasión.
Una algarabía de vendedores ambulantes
se funde con la brisa marina
que, en las tardes somnolientas,
despierta los deseos que el calor adormece.
Es la tierra de los valientes herederos
de la escasa y bulliciosa Getsemaní
la de los mil colores mil y la memoria encendida.
En la distancia muda, observo a La Serrezuela;
la nueva arquitectura borró las huellas de los bravos pitones
y vistió de oropel sus viejas cicatrices
para abrir de paso a vitrinas de luces y colores extranjeros.
Atrapado en el tiempo y sofocado por bloques de calor,
El Castillo de San Felipe de Barajas
observa inquieto su nuevo horizonte.
En Bazurto un gentío estrecha mis pasos
y el olor a pescado golpea mi nariz,
los gritos de voceadores venidos de todos los rincones
sacuden mis oídos
como un tambor sin tregua.
El sabor de una carimañola de yuca y carne
me devuelve la esperanza
manos curtidas las moldean con la sabiduría
habitante de sus turbantes.
Una chicha de arroz servida de prisa por encima de un mostrador
refresca mis entrañas y me aleja de los aromas que inundan el aire.
Un policía me señala la salida del laberinto de casetas.
En Marbella, cuento mis pasos sobre la arena,
al ritmo de las olas calladas,
ellas acarician mis pies desnudos.
En Barú, los pescadores han dejado sus redes;
ahora esperan a los incautos turistas que llegan
con promesas de verdes y vanidad.
Un aire de engaño flota sobre el manto de arena blanca
Pero el turquesa del mar disuelve el enojo de quienes vienen
a dejarse tocar por su influjo.
Escondidos entre las olas, los lánguidos corales
entonan cantos de tristeza,
mientras arriba, los alcatraces alzan su reclamo
al viento que los espolea,
pero el sol de los siglos sigue su marcha interminable.