Cuando el ayer me llamaba,
no usaba palabras,
sino el olor a tierra mojada
tras la primera lluvia de octubre,
o el chasquido de una puerta
que ya nadie abre.
Me llamaba con el murmullo
de un río que conoció mis pasos,
con el crujir de la madera
bajo los pies descalzos
en una casa que ya no existe.
Cada vez que respondía,
el mundo se volvía sepia:
veía rostros que el tiempo
había borrado del presente,
pero que seguían mirándome
desde la otra orilla de la memoria.
Cuando el ayer me llamaba,
yo corría sin miedo,
porque sabía que allí,
en ese rincón intocable,
todavía era posible
volver a ser quien fui.
Ahora, cuando suena su voz,
no corro…
solo cierro los ojos
y dejo que me encuentre,
aunque duela,
porque el ayer siempre cobra
con lágrimas el viaje de regreso.