Luis Barreda Morán

Hombres de Maíz

HOMBRES DE MAÍZ

Del barro inhábil y la madera vana  
surgió el fracaso de una estirpe muerta,  
hasta que el grano dorado de la tierra  
—sangre del cielo entre las manos sabias—  
tejió cuerpos con savia de milpas altas,  
húmeda esencia de cerros y llanuras  
donde la vida aceptó su forma exacta.  

Ellos, sin dominio sobre el mundo verde,  
labraron surcos como versos largos  
donde el maíz creció en reciprocidad:  
la tierra dio su fuerza a la semilla,  
la semilla nutrió el sueño colectivo,  
y en las pirámides que besan nubes  
—cálculos hechos sombra y geometría—  
marcaron el compás de los astros fijos.  

Observaron la ruta de los cometas,  
midieron el temblor de las estrellas  
en tablillas de números sagrados,  
mientras los campos, bajo lunas llenas,  
repetían el ritmo de los ciclos  
como un diálogo antiguo con el tiempo.  

La muerte nunca fue un silencio estéril,  
sino umbral hacia jardines trascendentes  
donde la luz se abre en raíces eternas;  
allí el espíritu, cual semilla intacta,  
espera el renacir en nuevas siembras  
bajo la cósmica mirada del jaguar.  

El maíz —centro del universo vivo—  
unió el sudor del hombre con la lluvia,  
la ofrenda de los dioses con el fruto,  
tejiendo un solo cuerpo indisoluble:  
raíz que es carne, espiga que es memoria,  
espacio donde lo divino habita.  

En cada templo, en cada cuenta exacta,  
grabaron la humildad de su destino:  
no señores de montes ni de ríos,  
sí guardianes del frágil equilibrio  
que ordena desde el vuelo de los cóndores  
hasta el latir del sol en los equinoccios.  

Y cuando el ocaso tiñe las pirámides,  
el eco de sus pasos perdura en la milpa:  
somos polvo de estrellas y de maíz,  
savia que fluye en el gran río cósmico,  
donde la eternidad no es meta,  
sino semilla en manos del infinito.

—Luis Barreda/LAB