Te diré algo:
no me robaste nada,
porque para robar se necesita
que el dueño no lo entregue por voluntad propia.
Y ella…
ella se entregó sola.
No hizo falta que fueras sigiloso,
ni que cerraras la puerta para que nadie escuchara,
no hubo que inventar coartadas ni excusas;
ella misma te abrió el alma como quien abre una ventana
para que entre el aire nuevo.
La lealtad no se negocia,
no se compra con promesas,
ni se vende por besos.
La lealtad es un juramento silencioso
que se rompe una sola vez,
y jamás vuelve a ser el mismo.
Y en la guerra del amor,
unos ganan y otros pierden.
Tú ganaste su cuerpo,
pero perdiste tu espejo:
porque cuando te mires,
sabrás que lo que tienes
nunca fue fruto de tu victoria,
sino de su rendición.
Yo perdí…
¿O tal vez gané?
Porque lo que se entrega sin resistencia,
también se va sin despedidas.
Y yo prefiero quedarme con las manos vacías
antes que llenarlas de algo
que nunca me perteneció de verdad.
No me robaste nada,
solo recogiste lo que ella dejó caer
cuando decidió caminar hacia ti.
Así son las batallas del corazón:
a veces no hay disparos,
solo una puerta que se cierra
y otra que se abre en silencio.
Guárdala,
cárgala en tus brazos,
escucha sus mismas risas,
sus mismas palabras dulces
que un día me juraron eternidad.
Pero recuerda:
la eternidad no existe
en labios que cambian de dueño tan fácil.
Y yo, que un día fui su refugio,
ahora soy solo el eco
de una historia que terminó antes de tiempo.
Pero que quede claro:
no me robaste nada.
Para robar, hace falta que haya un guardián distraído…
y yo,
yo ya había soltado las llaves.