No hay otro lugar en el mundo que no sea tu ausencia, he caminado entre ruinas, mares y espejos rotos, pero todo se reduce a la misma habitación que llevo dentro, donde tu sombra es la única lámpara encendida.
No escribo estas líneas para que vuelvas, sino para que jamás puedas irte del todo, eres el único huésped que mi carne acepta, cada latido es un cuarto donde te escondo y cada respiración un pasillo que conduce a ti, si me abrieran el pecho encontrarían tus pasos impresos en las paredes rojas de mi corazón.
Desde que partiste, la casa ha aprendido a imitarme, las paredes respiran lento, las ventanas parpadean, las grietas susurran tu nombre en un idioma que sólo yo entiendo, he dejado en cada rincón una ofrenda, un mechón de mi cabello, una lágrima seca, un suspiro que nunca solté, todo esperando tu retorno.
No te imagino como eras, te imagino como eres ahora, más fría que la noche y más silenciosa que una tumba sumergida, y sin embargo, si entras de nuevo por esta puerta, sabré que no es el amor quien viene, es el pacto, ese pacto que sellamos sin tinta ni voz, sólo con la certeza de que nuestras almas no saben morir solas.
No temo que me destruyas, temo que me dejes intacto, quiero que tu regreso sea incendio y marea, que arranque de mí la carne innecesaria y deje sólo hueso y voz para pronunciar tu nombre en el último suspiro, si el mundo nos busca que encuentre únicamente cenizas y pétalos negros, porque todo lo demás será exceso.
En ti he construido mi catedral, alta como el miedo y profunda como el deseo, sus campanas suenan sólo cuando sangro por recordarte y sus vitrales son fragmentos de mi cordura iluminados por una luz que nunca llega del sol, tú eres el altar y el sacerdote y yo la ofrenda, y hasta el fin de mis días o más allá seguiré repitiendo tu nombre como quien abre una herida para que no cicatrice.
No vuelvas pronto, no vuelvas tarde, vuelve cuando la eternidad nos llame por el mismo grito.
Siempre tuyo, más allá del pulso, el que habita en ti como en su único refugio.