Donde lloran los sueños,
siguen sentados en la pradera de la espera.
Con las manos extendidas,
piden, esperan,
como quien aún cree
que la mirada de alguien puede cambiarlo todo.
Caminan descalzos,
sin destino,
por un pavimento olvidado,
cubierto de polvo
y de promesas rotas.
Muchos pasaron,
pero ninguno se detuvo.
Allí, en el paraje del olvido,
quedó el abuelo,
con las manos agrietadas,
que dio sus mejores años al campo
sin recibir siquiera un aplauso,
sin más dignidad
que la que llevó con orgullo en su silencio.
Allí está la mujer anegada,
que con tres trabajos
crió cinco hijos,
entregó su cuerpo,
su fe,
su corazón,
sin pedir nada,
y aún hoy,
la vida le debe todo.
Allí sigue el joven,
sentado en la esquina,
escondido entre sus miedos,
esperando pertenecer
a una historia
que siempre lo empujó fuera del marco.
Allí sigue el niño,
con más precariedad que abrazos,
más hambre que juegos,
encadenado por una rutina
que nunca pidió.
Allí están:
vacíos los rincones,
ausente el amor,
presente la carencia,
el olvido,
la dignidad negada.
Y aún sueñan.
Sueñan con calles asfaltadas,
con parques en las esquinas,
con escuelas,
bibliotecas,
y ventanas abiertas al porvenir.
El abuelo espera su pensión,
como quien espera justicia.
La madre,
solo quiere ser vista.
El niño,
quiere jugar sin miedo.
El joven,
quiere un lugar donde sí pertenezca.
Allí están todos,
en el pueblo del olvido,
luchando contra la carencia
que les impuso el destino,
y un sistema roto
que los enterró…
aún estando vivos.