Samapa

Mala costumbre

Maldita manía la mía:
asomarme a su ventana
como quien rasga una herida
que se rehúsa a cicatrizar.

Aunque sé que me ha borrado
del mapa íntimo de su memoria,
persiste en mí la necedad
de contemplarla a lo lejos.

¿Cuántos cuerpos ajenos
debo presenciar en su espacio
para convencerme
de que lo nuestro feneció?

Siempre irrumpen de la misma manera:
tras el oxidado lavarropas,
siluetas desconocidas,
anónimos pretendientes
de su mundo rehecho.

Intento —con una torpeza ritual—
descifrar sus rostros,
como si el saber a quién ama
pudiera menguar
el abismo que dejó su ausencia.

El vacío, no obstante,
retuerce mis entrañas
con la misma violencia sorda,
como un eco que no cesa
ni con el paso del tiempo
ni con la voluntad de olvido.

Y entonces, el desfile de preguntas:
¿Persisto aún en su recuerdo?
¿Se extinguió aquel amor,
intenso y corrosivo,
que nos mantuvo cautivos?

¿Lograrán sus efímeros amantes
extirpar la huella que dejé
al partir?

¿Es feliz, realmente?
¿Cuántos interrogantes más
debo lanzarle al silencio
antes de poder
sepultarla?