Me llamaste en la hora sin campanas, cuando la niebla besa la marea; tu voz cruzó las grietas más lejanas, y en mi costado un nuevo pulso crea.
Llegué descalzo, entre aguas profanas, donde tu sombra al alba me desea; pero tus manos, frías y tempranas, guardaban algo que la muerte apea.
Bebí de ti, y el mundo fue distinto: ya no sentí mi aliento como mío, ni supe si era vida lo que pinto.
Si eras pecado, yo quería el frío; porque en tu beso, el filo y su instinto me dieron más que el cielo y su vacío.