Cuando tus palabras sangran,
repican en mi memoria —campanas rotas—,
esta noche es eternidad,
una eternidad sin luz, sin consuelo esperado.
Brillan, sonoras y turbias,
se instalan en la penumbra densa,
reflejo cruel, eco roto
de un pasado que se deshizo,
se desangró en sombras.
No fueron bellas.
Fueron absolutas,
tóxicas como el último beso,
como un relámpago oscuro
que rasga el pecho y no se apaga.
Ahora las sales amargas
de mis negras lágrimas
rajan mi lengua —lenta, cruel—,
abriéndose paso en la garganta,
mientras en mi pecho aún arde
mi adiós murmurado,
susurro fúnebre,
delicioso,
que quema sin llamas.
Comprendí, pronto,
que llorar es exilio vano,
que el río de la pena
se vuelve ceniza viva,
ceniza ardiente
que quema y desgarra.
Hoy, con el pulso ahogado en sombra,
vivo, prisionera,
en el recuerdo abrasado
de aquella despedida fúnebre,
bendita herida abierta
que no se cierra,
como la luna sangrante
sobre este mar de cenizas perfectas.