En mi desesperación quise sonreír,
pero motivo no hallaba.
¿Cómo sonreír, si la felicidad no existía?
Entonces te oí...
o al menos, eso creí.
Tu voz ,tan dulce, como el fruto del Ailanto,
o al menos, eso creí.
Sembré entonces aquella maldita semilla.
La sembré pensando en ti.
Y al mirarte, la cuidé.
Cada saludo fue lluvia sobre ella.
Cada charla, abono.
Cada gesto tuyo, sol.
Cada palabra, raíz.
Estuve tan atento mirándote...
que no vi lo que realmente sembraba.
La semilla creció con tus gestos,
sus hojas brotaron con tus palabras,
sus flores brillaron con tus miradas.
Y cuando al fin me digné a observar
lo que mis propias manos habían plantado,
vi aquella belleza de flores naranjas...
o al menos, así lo creí.
Aquella maldita semilla no era más que Ailanto.
No tardó en invadir la calma de mi bosque,
no tardó en esparcirse por mi tierra.
Atrapado en su hermosura, no lo noté.
Y cuando miraba aquel árbol,
solo veía las flores anaranjadas
que asumía también venían de ti.
No me percaté de la condición de mi bosque.
El Ailanto no tuvo piedad.
El Ailanto ahora era el bosque.
Cuando me digné a mirar todo mi interior,
mi bosque ya no era verde,
relucía en ese naranja tan bello...
pero un olor extraño comenzaba a surgir.
Lo ignoré.
Fui a buscar mis plantas,
pero no encontré ninguna.
Solo esos malditos Ailantos.
El olor que antes desprecié comenzó a cegarme.
Mis ojos, rojos como tus mejillas solían ser, no paraban de llorar.
Mi nariz, tan roja como tus mejillas, ya no podía respirar.
Desesperado intenté volver a casa,
pero me perdí entre la arboleda que yo mismo había dejado crecer.
Pasé ahí unas noches, quizás días.
Las hojas, brillando en su naranja esplendor,
no me permitían distinguir el camino.
Y entonces, cedí al hambre.
Me acerqué al árbol.
Lo trepé.
Al posar mi palma en su tronco,
sentí un ardor inmediato.
Pero como ese olor que me volvió ciego,
lo ignoré.
Subí.
Con las manos sangrando,
arranqué uno de sus frutos.
Exhausto, lo consumí.
No era dulce, como creí.
Era acre.
Áspero.
Y mi estómago comenzó a suplicar.
¿Quién habría creído
que aquella hermosa planta que sembré pensando en ti
sería la causa de mi deceso?
Ahora, caído del árbol,
tendido sobre un suelo dominado por sus raíces,
no quiero dejarte la culpa.
No quiero que te sientas mal por mí.
Porque imprudente fui yo.
Fui yo quien sembró pensando en ti,
cuando lo que escuché
no fue más que lo que quise creer.
El Ailanto cautivo mi vista
Como tú, mi corazón
El Ailanto invadió y destruyó mi bosque
Mas culparte no puedo pues fue mi elección