Viaje al reino diminuto
de Wcelogan
¿Y si el mundo cupiera en un suspiro?
Si pudiera inventar una máquina
para encogerme y caber
en la grieta de un instante,
menos que eco de lágrima,
menos que semilla de frijol,
me lanzaría sin miedo
a la orilla del estanque,
con una flor por vela
y mi corazón, timonel.
Busco una historia que el viento robó
y dejó caer
entre pliegues del día.
¡Puf!
Caería en reino secreto,
donde migas de pan
son montañas humeantes,
y el olor a caramelo
inunda calles
como campanadas dulces.
Las hormigas, con antenas de oro,
me mirarían desde su altura.
Una, con ojos de espejo,
me olfatearía el alma, buscando mentiras.
—¿Y tú quién eres, forastero?—
preguntaría la reina curiosa,
con voz que huele a zacate
recién cortado.
Yo, hecho de algodón y memoria, respondería:
—Soy niño que busca
la historia que se perdió
cuando el mundo bostezaba.
Cabalgaría en el lomo
de una mariquita encapada,
cruzando estanques.
Entre ellos, cocodrilos de avena;
más allá, nenúfares que laten
como corazones verdes.
La lluvia sería enemiga
—o aliada secreta—,
porque cada gota que cae
suena a tambor de plomo:
¡bam! ¡bam! ¡bam!
y hay que huir, esconderse
bajo hongo sombrilla
que huele a pan horneado.
Mi corazón, timonel,
late más fuerte cuando la historia llega.
Visitaría a los duendes
que viven tras el reloj de la escuela.
Fabrican arcoíris
cuando las horas se arrastran
como tortugas soñolientas.
Uno me prestaría un bastón de canela,
y con él dibujaría senderos
en la corteza tenue de una ciruela,
que sabe a cielo mordido.
Me colgaría del bigote
de un gato dormido al sol,
y desde ahí exploraría
selvas de lana tibia
y mares de merengue profundo.
Pasaría por túneles
de raíces enredadas,
donde hadas antiguas
susurran secretos sencillos.
Al caer la noche,
cantarían historias que encienden
fuegos diminutos en el pecho.
Y si cayera
en una taza de leche,
haría amistad con un malvavisco exiliado,
que soñaba con ser soplo de aurora.
Juntos cruzaríamos nubes de azúcar
montados en una galleta,
siguiendo la pista de la historia perdida
hacia un horizonte
donde nadie quiere crecer.
Al final del día, cansado,
me dormiría en el susurro
de un pétalo de ópalo.
Y allí la encontraría:
la historia dormida,
abrigada en una sílaba.
La guardaría en mi bolsillo,
y al despertar en mi tamaño,
descubriría que aún cabe
en la hondura de un instante…
y que, al encogerse el cuerpo,
crece el infinito.