Porque debajo de esa armadura
habitamos hombres agotados,
invisibles,
con familias enteras
que nunca aprendieron
a preguntar: ¿cómo estás?
Porque a nosotros
nos dijeron
que no necesitábamos eso.
Que los hombres
no se rompen —
se agrietan en silencio,
despacio,
con un “estoy bien, no pasa nada”
que no convence ni al espejo,
con sonrisas secas
que nadie mira.
Y mientras tanto,
el mundo alrededor
sigue exigiendo,
sigue cargando peso
en nuestros hombros
como si ser el hombre de la casa
fuera un título
que niega el derecho a sentir.
Pero la salud emocional
no tiene género.
Las familias sanan
cuando cada quien puede decir
“no puedo”
sin sentir vergüenza,
cuando entendemos que pedir ayuda
no es rendirse,
sino ser valientes
de otra forma.
Porque la verdadera fortaleza
no está en cargar con todo,
sino en saber
cuándo soltar la mochila,
cuándo decir:
“me duele”,
y dejarse sostener.