El desierto sigue cayendo: abrasador, sin tregua, matando lento.
Pero él sigue intentando caminar, sediento. En la cima de una duna,
alta y gigante, ve asomar algo brillante, que parece llamarle:
una gallina blanca, revoloteando, dando vueltas entre la arena ardiente.
No hay vegetación, ni agua, ni lógica,
pero ahí está,
como si hubiese nacido de su propio delirio.
El hombre sonríe, incrédulo.
Sigo soñando, piensa. Alucinando, ya empieza a repetir,
pero no aparta la vista.
Abre la boca como un loco sediento que sabe que se pierde
y que, aun así, ya llega.
Ríe, como señal de felicidad y desconexión.
Mientras se acerca, piensa:
¿Cómo puede la gallina estar ahí, sin miedo?
¿O es justo ahí mi punto de no retorno el que llega,
y mi mente se bifurca sin tregua?
Y entonces pone un huevo.
Luego otro.
Y otro más.
Los picotea con cuidado,
definiendo trazos afinados,
como si quisiera escribirle algo.
Él se acerca, sabiendo que quizás es su locura,
fluctuando por materia oscura.
La gallina sigue picoteando mensajes,
como si cada palabra fuese parte de ella,
como si entendiera algo
que él apenas está empezando a soñar.
Entonces lo visualiza:
--No la busques--
--Ya has nacido antes--
--Tú eres la antena que queda suelta--
La gallina no vuela, no se esfuma;
simplemente, ya no está.
De repente, se forma una nube.
Moja el clima.
Trae estática.
Y es un eco imposible que llega sin boca, diciendo:
¡Oh! Hoy no te toca.
Hoy no será.
Aunque estés solo…
hoy llegarás.
Y antes de beber, te conectarás.
Esa es la verdad.