Cuando me mira,
no hay escapatoria.
Sus ojos—oscuros, hambrientos—
desnudan antes que sus manos.
Es un arte cómo me domina
sin tocarme,
cómo su voz en mi oído
es preludio de catástrofes dulces
en la cama.
Sus lentes no ocultan nada,
solo encuadran el deseo
que se derrama en su mirar.
Cuando se inclina sobre mí,
es como si el mundo se plegara
al borde de su boca,
al filo de su lengua.
En su silencio hay promesas,
en su aliento hay incendio,
y cada roce suyo es mandato
que mi cuerpo aprende
sin dudar, sin pudor,
como si me hubiese escrito
en la piel
desde antes de nacer.
Su boca conoce el silencio de mi piel
y lo convierte en un grito apagado,
uno que solo él entiende.
Yo me rindo.