Estoy aprendiendo a quedarme.
A no salir corriendo.
A saborear las mañanas frías,
aunque huelan a rutina.
A tomar ese café que apesta,
pero que sabe mejor
cuando hay alguien
al otro lado de la mesa.
Estoy aprendiendo
a llegar a mi trabajo
y dar lo que pueda,
aunque a veces
no tenga mucho.
Estoy intentando quedarme.
Quedarme,
como único escape
de mi deseo constante de escapar.
Huir de mi tristeza,
huir de esa parte de mí
que ya dobló la ropa mentalmente,
que ya bajó las maletas del ático,
que ya regaló todo,
que ya tiene los caminos planeados
como si el vacío
no fuera a seguirme
a todas partes.
Estoy intentando quedarme,
como quien se abraza
a lo único que aún no ha probado:
la rutina.
El mismo camino,
la misma taza,
el mismo saludo al portero.
Porque huí tantas veces
pensando que lo nuevo me aliviaría,
que un cambio de ciudad,
de idioma,
de cuerpo,
de nombre,
lo resolvería todo.
Y aquí estoy.
Otra vez.
En el mismo punto.
Solo que con menos fuerzas
para volver a correr.
Tal vez por eso me quedo.
Porque huir ya no me salva.
Porque quedarme —aunque duela—
empieza a parecer
una forma nueva de resistir.
O tal vez,
quedarme
también sea
otra forma de huir.