La bodega de poemas
por Wcelogan
Ayer bajé a la bodega
donde guardo mis poemas.
El aire olía a tinta vieja
y a metáforas sin terminar.
Los románticos gemían
por desamor, acostados
en un mar de lágrimas.
Un poema vencido hace tres años —
diciembre de aquel amor tormentoso—
apestaba a un “te amo” mal cerrado.
Uno con moho,
escrito con furia adolescente,
me miró con rencor.
Los oscuros,
cruzados de brazos,
fumaban ceniza de alma
y discutían con los góticos
sobre cuál era más profundo.
Un soneto chillaba en su jaula
por falta de rima exacta.
Un haiku
había mutado en hongo,
y sus esporas se comían
un poema de Neruda.
Un verso libre
se suicidó por exceso de métrica.
Los surrealistas,
desnudos y ebrios de metáforas,
jugaban a seducir
una imagen muerta.
Uno recitaba en latín
y otro le pintaba bigotes
a mi inspiración del 2018.
Uno me mordió
cuando intenté corregirle el ritmo.
Otro, aún sin terminar,
me escupió tinta
por haberlo olvidado.
Uno —con voz de amenaza—
gritó desde el fondo:
“¡Yo sé lo que hiciste el verano pasado!”
y me miró con comas afiladas.
Otro me susurró, borracho:
—Te vendiste por aplausos baratos—
y vomitó un verso en cursiva.
Pero el que más dolía
era el que escribí con entrañas:
ya no me reconoce,
me llama por otro nombre.
Me fui, cerrando la puerta
con un verso viejo entre los dientes.
Y mientras subía las escaleras,
lo entendí:
ya casi vuelan del nido,
y quizás alguno se haga famoso.