En la selva canta el tucán,
en los Andes, el colibrí danza,
y en cada rincón de esta tierra
la vida alada nos lanza esperanza.
Desde el manglar hasta el páramo frío,
desde el río hasta el volcán dormido,
las aves tejen un canto infinito,
un lenguaje que pide ser oído.
Guacamayos de colores sin nombre,
chillan al sol de la Amazonía,
y en los esteros del Litoral
las garzas cuentan su poesía.
Pero hay uno que reina en silencio,
en lo más alto del cielo ecuatorial:
el cóndor andino, alma de montaña,
vigía eterno del cósmico ritual.
Con alas que abrazan nevados,
con mirada que todo lo ve,
nos recuerda que somos apenas
huéspedes en este edén.
¡Oh, pueblo mío, abre los ojos!
La belleza se está apagando,
y si no cuidamos sus alas,
su canto se irá silenciando.
No más plomo en su vuelo sagrado,
no más tala, no más ambición;
que nuestros niños hereden
un país con vida y canción.
Conservar no es un favor,
es deber de quien ama la tierra,
pues sin aves ni bosques ni ríos,
¿qué quedará de nuestra esencia entera?
Que el cóndor vuele por siempre,
y su sombra sea protección,
de un Ecuador que despierta
y elige vida como dirección.