Patricia Aznar Laffont

Homenaje al Aleph por Jorge Luis Borges

Fue hacia la década de los  50\' cuando el recuerdo de Beatriz era una espada que aún  me  cruzaba cortante  el alma.  Su tez de alba, de amanecer y esa sonrisa suya que subyugaba, sus besos ardientes y esa su sombra que me perseguía aún por las noches y días dibujando su ausencia. 

Habíamos concordado con su hermano Luis que nos reuniríamos cada fecha de su cumpleaños en la vieja casona de Constitución. Él había amado a Beatriz tanto como yo.

Cuando aquella vez llegué encontré a Luis exaltado y a mi juicio al borde de la locura. Al entrar me ofreció un vaso de vino Malbec y me dijo que me compartiría un secreto que me haría olvidar mi temor a los tigres y a los espejos.  Unos minutos después sacó de uno de sus bolsillos un papel arrugado que contenía un poema y me lo dio a leer. Para mí era chato, anodino y fuera de época. Me pidió opinión y no respondí absolutamente nada. 

Luego casi en forma alocada, persistente, me contó que tenía la gran casona hipotecada, pero que no se preocupaba porque iba a ganar  con su poema un concurso que le traería mucho dinero. Y sin más me dijo que me contaría su secreto.  Por ese entonces yo estaba algo obsesionado por los algoritmos de las letras, los diptongos y esa métrica y ritmo que a veces se me parecían a hexágonos, círculos, cuadrados y enésimos polígonos.

Unos pocos minutos más tarde me dijo que ya era la hora de compartir su secreto y que iba a ser sólo conmigo. 

Me llevó a un viejo sótano en donde se acumulaban muebles viejos y en un rincón una alacena desvencijada., allí, me dijo estaba algo que me cambiaría la vida y que sería inolvidable, un éxtasis ante lo cognoscible e incognoscible. 

Fue así que en la penumbra de ese sótano, alcanzándome una  escalera maltratada por el tiempo me señaló un punto ubicado en el cuarto estante que formaba un ángulo recto y se inclinaba un poco hacia adelante formando una figura desconocida, muy pequeña.  Su énfasis en alentarme hizo su efecto y trepé algo tambaleante por los escalones. Allí estaba un punto, una abertura de unos dos cm o algo menos. 

Sentí algo raro como que un eclipse se esparcía por el lugar y  cuando miré por el pequeño agujero quedé paralizado: allí  en ese pequeño orificio estaba Beatriz, con su cálida sonrisa y tan joven como la conocí, vi también al Muro de los Lamentos, a los egipcios construyendo pirámides, al Dante,  a Cicerón , una nave vikinga estrellándose contra un peñasco entre huracanes y vientos, vi a mi madre trenzándose el cabello , vi a Norah pintando con su dulce sonrisa , me vi a mí mismo  entrando a la Biblioteca Nacional. vi...

Vi el TODO, LO ABSOLUTO. 

No sé cuánto tiempo duró mi fascinación ni recuerdo cuando Luis me sacó del lugar.

Ese día no fue igual que los otros, tomé el retrato de Beatriz y cayeron mis lágrimas sobre su rostro tras el vidrio.

Pasó el tiempo y cuando llegó a mi casa de la calle Serrano el periódico La Nación me enfurecí: Luis había ganado el concurso con ese poema que era terriblemente malo, pensé que había comprado el concurso.  Sentí envidia, celos, algo oscuro que me deshacía, que se corroía dentro de mí.

Un mes después supe que Luis había podido pagar la hipoteca. 

Me sentí impotente ante tanta fortuna. No, no era por ese absurdo poema, era que él aún conservaba viva a Beatriz, y no sólo eso que poseería el Aleph hasta el fin de su vida.

Eso fue lo más insoportable y que aún no puedo olvidar.