Barrio Adentro
por Wcelogan
Nací en una calle sin semáforos,
donde los zaguates del barrio se sabían el nombre de cada alma,
y las abuelas chismosas tejían conspiraciones
entre coladores de café y santos quebrados,
pegados con cinta y con olvido.
Allí, donde el pavimento ya estaba harto de los pasos
de Pedro “el Silbador”,
que nunca trabajó,
pero siempre traía el dato fresco,
el número caliente,
la mujer recién separada,
y no faltaba a bodas ni funerales —siempre se colaba.
Por las tardes, los borrachos salían en procesión informal,
con la pacha asomando en la media
o en la bolsa trasera del pantalón,
como si el alcohol tuviera derecho a domicilio.
La tienda de Don Mario olía a frijoles rancios,
a lotería sin premio
y a niños que fiaban pan con sal
como si fuera oro envuelto en servilletas sucias.
Don Mario tenía un ojo vago y una lengua afilada,
decía que las muchachas bonitas
se criaban entre espejos mentirosos y tangas heredadas,
que la belleza sin hambre no sirve de nada.
Yo lo escuchaba como se escucha al diablo:
con respeto y desconfianza.
A Norma la llamaban “La Cúpula”,
porque sus pechos llegaron al barrio antes que ella.
Le rezaban más que a la Virgen.
Tenía un modo de caminar
como si cada zancada
fuese un juicio final.
Jugaba a ser diosa
sobre plataformas de plástico barato,
con un cigarro en la mano
y una burla afilada para cada mirada.
Y sin embargo,
la vieja Lucinda —
que no sabía leer
pero sabía quién se acostaba con quién y en qué día —
decía que Norma acabaría en brazos de un pastor
o de un juez de paz borracho.
Estaba también Doña Leticia,
que se creía de sangre azul
porque una vez fue reina en un desfile escolar,
y ahora hablaba del resto como si viviera en Versalles,
aunque su patio olía a naftalina y a perro mojado.
Los domingos eran misas con olor a sudor
y desodorante vencido.
Padres que no creían,
madres que sí,
niños que bostezaban mirando el techo
como si el Espíritu Santo viviera entre las goteras.
Y perros.
Siempre perros,
místicos y sinvergüenzas,
que se lamían la soledad
como si fuera una herida de guerra.
El padre Elías,
que bebía vino antes de la homilía
y tenía manos más rápidas que las de un carterista,
decía que el demonio estaba en el fútbol,
en las faldas,
y en el canto de las cigarras.
Pero igual lo vi apostando por el equipo de “Los Hijos del Trueno”
en la cancha del barrio,
gritando “¡fuera de juego!”
como si fuera un acto de fe.
Los partidos eran sagrados.
Los hombres sudaban cerveza,
maldiciones y esperanzas.
La pelota tenía más cicatrices que nosotros.
Y cuando alguien metía gol,
se olvidaban los pleitos de la semana,
las deudas del mes
y hasta el cáncer del abuelo.
El vecino Manuel,
que escuchaba rancheras a todo volumen
como si el desamor fuera una guerra
y su ventana una trinchera,
no dejaba dormir ni a los difuntos.
Pero tenía buen corazón,
y eso en el barrio lo perdona todo.
Mi vecino, el “Chispa”,
decía que si no nacías con apodo,
el barrio te lo inventaba.
Por eso a la tía Juliana le decían “La Fosa”
(porque todo se lo tragaba),
y a su esposo “El Eco”,
porque repetía lo que ella decía…
con miedo.
Los Elizondo, los más pudientes,
vivían detrás de una verja nueva,
con cámaras que nunca grababan.
Tenían autos a crédito,
marcas de lujo en cuotas
y una imagen de revista
sostenida con embargos y bendiciones.
Y ahí estaba él,
el vendedor de ceviche,
gritando por el megáfono desde su bicicleta
como un profeta marino:
“¡Ceviche fresco, ceviche bendito,
que cura el guayabo y el mal de amores!”
Y la gente salía,
con el colón justo y la lengua anhelante,
como si aquel balde trajera redención.
La barbería de Nando era parlamento,
donde se decidían partidos, romances y traiciones,
mientras las navajas cantaban viejas canciones
sobre nucas sudadas.
La farmacia de Don Rigo era más confesionario que botica:
se curaban desde hongos hasta cuernos,
con receta o sin ella,
pero siempre con consejo.
El billar “El Tacazo” era escuela y ruina,
donde los chamacos aprendían geometría
a punta de taco y palabrotas.
Y las cantinas eran capillas con rocolas,
donde se brindaba por los vivos
y se lloraba por los que ya no.
Y Don Relicario Martínez,
el zapatero,
que hablaba con los zapatos como si fueran hijos pródigos,
les sacaba el polvo,
les zurcía el alma,
y los ponía de nuevo a andar
como quien cura un pasado a martillazos.
Había belleza, sí.
Una belleza rota,
pero feroz.
Como la de Verónica,
que vendía empanadas en la esquina
y tenía los ojos más tristes del mundo.
Todos querían su receta.
Nadie quería su vida.
Y yo, que aprendí a escribir
mirando grafitis en las paredes,
con el corazón lleno de malas palabras
y sueños cortados con machete,
supe que este barrio era mío
como se es dueño de una herida que ya no sangra,
pero sigue ardiendo.
Hoy vivo lejos.
Pero cuando cierro los ojos,
vuelvo a ese templo de basura y milagros.
A esa patria de apodos.
A ese país sin bandera
donde aún me llaman por mi nombre de guerra… Garrotera.
Y sé que mientras haya una vieja mirando por la ventana,
un perro que ladre al vacío,
y un balón sucio rodando entre piedras,
el barrio seguirá existiendo
como un poema que no se termina nunca.
No es nostalgia.
Es otra cosa.
Es esa mezcla indecente
de mugre, milagro y memoria.
Ese olor a café colado
con agua de lágrimas
y ganas de quedarse.