Eusebio Gonzalez

Sin Brújula ni pensamiento

La vi en la calle.
Dos niñas caminaban a su lado, sujetas a su mano como a un destino incierto.
Su sola presencia activó la mía.
Me acerqué con palabras sencillas, como quien abre una puerta sin saber qué hay detrás:

Hola, le dije, Soy Eusebio, y mi residencia no está muy lejos.

Me miró. Y en sus ojos bellos, noté una mirada vacía.
Vacía no por falta de alma, sino por el lento desgaste del dolor.
Caminaba sin rumbo, más por movimiento que por dirección.
Y en su andar, en su silencio, supe; sin palabras,
que aquello que emanaba era un grito: ¡Ayuda!
Un grito callado, pero tan fuerte que partía el alma.

Sus hijas la seguían como ecos desafinados de una melodía rota.
No llevaban mochilas ni equipaje.
Solo ropa ajada, estropajos como armadura contra un mundo hostil.
Yo no hallaba cómo tenderle mi ayuda.
La intriga me comía por dentro, hasta que me armé de valor y pregunté:

¿Y tu pareja?

Volvió a mirarme.
Su mirada ahora era un filo que me heló la sangre.
Respondió con pocas palabras, suficientes para romper todo dentro de mí:
—Por su causa caminamos a la deriva, sin brújula ni pensamiento alguno para superar este presente.

¿Dónde está? insistí.

Está muerto respondió, sin temblor en la voz.

Y entonces vi el cuadro completo.
Supe, sin que lo dijera quién fue el autor, el motivo, la historia.
Supe de manipulaciones, de tormentos, de gritos ahogados en la noche,
de humillaciones que doblan el alma hasta dejarla en ruinas.
Y comprendí que no soy juez de lo justo.
Solo un testigo.
Dios conoce su verdad,
su herida,
y el abismo del cual aún no ha salido.