Llegó de pronto, sin aviso,
la polvareda escondida,
con su capote castaño
de viento y arena vestida.
Besó los cerros,
golpeó los muros,
hirió los ojos del campo,
tapó la boca del día.
Se alzó el desierto con furia,
y caminó por las calles
ciego y polvoriento
como un gentil antiguo.
Quedó temblando el aire,
la luz de los faroles,
la terquedad de los hombres,
el silencio de los dioses.
Y cuando pasó su sombra,
quedó en los techos el polvo,
y en el alma de la gente,
la soledad y el asombro.