JUSTO ALDÚ

Te conozco, mascarita

Te conozco, mascarita, del desfile,
del pregón disfrazado de clemencia,
de ese gesto tan pulcro y tan servil
que oculta bajo el polvo la violencia.


Primero lo niegas: “¡Yo no ambiciono!”,
dices con voz de mármol bien pulido,
pero el cetro te guiña desde el trono
y el pueblo cae en sueños sin sonido.


Tanteas la herida, hurgas donde supura,
recoges los escombros del hastío,
y alzas un estandarte de ternura
hecho con los jirones del vacío.


Prometes, como siempre, redención,
aquel milagro eterno y postergado,
pero al cerrar el trato, tu ambición
se viste de patriota maquillado.


“¡Soy el hijo del campo y de la bruma!
¡El nieto de la estrella proletaria!”
Y el pueblo —que en la espera se consuma—
te entrega la esperanza funeraria.


Después, la vanidad abre sus garras,
ya el poder se te sube por la espalda;
desempolvas los códigos de espadas
y alzas la ley que embiste y no resguarda.


Los años te envejecen la careta,
mas no el instinto oscuro de serpiente;
quieres quedar clavado en la roseta,
bajo el disfraz del “padre permanente”.


Te conozco, mascarita de papel,
inmortal en promesas recicladas:
nos vendes un país color pastel
mientras rompes las urnas con espadas.


¿Crees que no sabemos tu jugada?
¿Que el coro no recuerda tu función?
Pero el pueblo, aunque a veces se desangra,
no olvida quién jugó de redención.


Y un día —nunca sabrás cuándo ni cómo—
te caerá la careta en plena plaza,
y el eco de tu nombre en el aplomo
dirá: “Mascarita, tu tiempo pasa”.

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