Un sinnúmero de chicharras,
gritando su desesperación, entran
por la ventana de mi cuarto
rompiéndolo todo: el espejo, los cua
dros, la foto de cuando bebé, la estan
tería escasa de libros y abundante
en baratijas, y la mesa sobre donde
escribo —y la integridad de este tecla
do dañada—. Me he quedado apenas
sordo, de un oído y del izquierdo, y,
andando los minutos, las yemas de los
dedos se me retiran heridas del teclado,
ateridas de un frío líquido, interior, que
nace, creo, de las propias palabras sobre
el blanco impoluto de una pantalla oscura,
ya, y parpadeante, con apenas un gramo
de batería en la margen inferior derecha.
Siguen chirriando como la primera vez,
y su intensidad, ya familiarizada, ya dentro,
se convierte en un sonido blanco, soportable,
que ya, incluso, me ayuda en esto de escribir,
y, en esto de la acomodación de lo estridente,
los dedos, también acostumbrados, ya no se
apartan del teclado, ya no hacen el ademán
de salirse de sus exiguos espacios de tecleo y
todo, ya, se hace más llevadero, tanto que es
toy por terminar esto que empecé.
La bandada de chicharras, ocultas, cobardes
de dar la cara, tronan el aire de afuera.
Será por el calor.