El amor,
esa corona de viento que no pesa,
manda más que el cetro oxidado del oro.
Entra por las rendijas del mandato
como un rayo que incendia la armería del alma,
y destrona a los reyes sin decir palabra.
El poder,
bestia con armadura de espejos,
devora la ternura si esta se deja,
pero tiembla ante un susurro si el susurro arde.
El amor no exige firmas ni decretos;
se sienta en la sombra y ordena la luz.
Tiene palacios en las venas del que calla,
y en las ruinas del orgullo,
levanta jardines que huelen a infancia.
El poder arrastra los pies como un dios cansado,
se perfuma de miedo,
se arropa de banderas,
y a veces se enamora de su verdugo.
Amar es gobernar sin ejércitos,
es arrebatar la noche con un beso sin testigos,
es hacer del pecho una república donde
cada latido vota por el otro.
Hay besos que han derrocado imperios,
y caricias más sólidas que tratados.
El que ama, alza puentes donde el rey alzaría muros.
El que ama, no ordena: transfigura.
Mira:
ahí va la mujer con los ojos como antorchas
y un corazón que no se deja sobornar.
Ahí va el hombre que besa con la frente
y gobierna con la risa.
Que se caigan los escudos,
que el himno del dominio se doble ante el murmullo
de dos cuerpos que se reconocen
más antiguos que el poder.
Porque el amor no busca tronos:
los transforma.
Y el poder que no se rinde al amor
se disuelve… como sal en las lágrimas.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025