Desde la Plaza de Bolívar
500 años
y aún no hemos firmado nada.
Rodrigo trazó con sal el primer contorno,
pero el mar —oráculo antiguo—
borró su nombre antes del amanecer.
Los caciques miraron el acto sin palabra:
nadie funda lo que ya respira.
Entonces llegaron los cabildos,
clavaron la ley en un idioma ajeno,
y la sierra —dios dormido—
cerró los ojos para no volverse piedra.
Desde entonces,
el tiempo ha sido un ritual de simulacros:
banderas nuevas sobre promesas rotas,
cruces que no salvan,
espadas que no olvidan.
Cada siglo ha erigido su máscara:
la del oro,
la del banano,
la del partido,
la del plomo que aún silba en la madrugada.
Los trajes del poder se planchan con discursos,
pero los niños aprenden a contar
con las manos vacías.
Y las mujeres que venden pescado
nunca leyeron el acta de fundación.
Hay un santo en una gruta,
una virgen en un cerro,
y un silencio que yace
bajo todos los altares.
Aquí,
donde todo debería celebrar,
la plaza aún tiembla.
Hay sangre seca entre los adoquines,
y bajo cada estatua,
un espejo roto.
La ciudad no canta himnos.
Gime.
Y en ese gemido late la verdad:
que hemos sido fundados una y otra vez
solo para ser olvidados.
Pero, aun así,
una vieja que barre la calle al amanecer
sabe más de justicia
que todos los balcones del Cabildo.