Milber Fuentes

Santa Marta: Cinco siglos de sal en los poros

 

 

Desde el Mercado Público


el mar no cae: respira.
Es un animal antiguo
que aprendió a soñar con los ojos abiertos.

El sol no se desploma:
arde lento sobre las costuras oxidadas de los techos,
se diluye en las venas abiertas del mercado,
se enreda en los pies descalzos de los niños de la calle,
esos que heredan del viento
una risa astillada y sin promesa.

Aquí, el grito no rompe el aire:
se lo traga el más fuerte,
como quien traga arena para hacerse piedra.

La mujer de los helados no vende frío:
vende treguas breves al hambre.
Su sombra, tensada bajo una sombrilla rota,
es más antigua que las primeras piedras del puerto,
más vieja que la memoria misma de la brisa.

No hay turistas.
Solo cuerpos tatuados por el tiempo,
pieles que arrastran cinco siglos de sol y naufragio,
ojos que vieron al oro oxidarse
y a la historia morderse la cola.

Camina lento el pueblo,
como si cada paso cargara memoria,
como si los poros respiraran sal acumulada
de una historia no escrita,
de un dolor que no sabe decirse en voz alta.

La playa no es postal:
es ritual y herida.
Cada ola es una campana que tañe por los ausentes,
cada atardecer, un incendio sin bomberos ni plegarias.

Santa Marta no celebra 500 años:
los sangra en las esquinas,
los arrastra en la espalda como un animal cansado,
los canta en un vallenato que se oxida
en la garganta quebrada de los abuelos.

Es un pacto roto entre la sal y la sangre,
un susurro antiguo que aún se cuela
en cada taza de tinto,
en cada promesa murmurada al borde del mar.

Aquí el tiempo no pasa:
se queda dormido entre toldos improvisados,
se enreda en los cables eléctricos,
se emborracha en los patios de Pescaito,
se acurruca en la mirada cansada
de los vendedores ambulantes
que, sin saberlo,
son los verdaderos custodios del mito.

Santa Marta:
más que ciudad,
eres un cuerpo herido de siglos,
un animal de sal
que todavía sueña con la inmensidad.