Nada parece real;
todo se disuelve en laberintos intrincados
donde mi alma no encuentra morada.
Persisto y sobrevivo,
embaucado por el silencio
de unos versos
que surcan las madrugadas.
Me interpela un horizonte
que nace del acero de mis sueños:
es una línea recta que ordena
los paisajes marinos
al final del mundo.
De vez en cuando,
un atardecer me pone melancólico,
y le disputo a la muerte
un pedazo de mar.
Ahí me oculto,
tras unas nubes
que el meteorólogo no reconoce.
Son paisajes que mi alma pinta
sin estética conocida:
una hermosura subjetiva,
nacida de los bocetos
que llevo dentro.