Buenos Aires,
naciste entre neblinas y esperanzas,
con tu voz de bandoneón
y tu espalda cargada de siglos y abrazos rotos.
Te tejieron en lunfardo y adoquines,
con manos de inmigrantes y ojos de barro,
y creciste mirando al río
como quien espera algo que no vuelve.
Tenés el alma vestida de gris,
pero tu corazón es un incendio eterno:
late en cada esquina,
en cada esquina un beso,
en cada beso, una historia que no se olvida.
Tus noches tienen el sabor del vino barato
y el aroma eterno del café recién abierto.
Tus días,
esas ráfagas de pasos y bocinas,
son sinfonías de gente que no se rinde.
Por tus barrios camina el tiempo,
disfrazado de abuelo que juega al truco,
de madre que carga la vida en bolsas,
de pibe que sueña, con hambre o sin hambre.
La Boca ríe con su piel de colores,
pero llora también, aunque no lo diga.
Palermo se disfraza de moderno,
pero el alma aún la guarda en los árboles.
En Almagro, las ventanas charlan entre sí
como viejas amigas que se saben todo.
Y Flores respira tango sin quererlo,
como quien respira sin pensar en el aire.
Sos una herida hermosa,
una ciudad que sangra belleza,
con mil poetas que te han escrito
y mil más que aún no han nacido.
Porque hay algo en vos,
algo imposible de explicar,
como una nostalgia que se siente
aunque uno nunca te haya dejado.
Sos caos con arte,
dolor con elegancia,
caricia con filo,
grito con voz de seda.
Buenos Aires,
¿cómo no amarte
si en cada baldosa hay un poema
y en cada sombra, un alma?
Vivís dentro de quien te pisa,
de quien te sufre,
de quien te canta sin entenderte,
porque en vos se mezclan todos los acentos,
todas las lenguas,
todos los silencios.
Y al final,
cuando la ciudad se apaga
y el último colectivo cruza como un suspiro,
te volvés eterna,
como una diosa dormida
que sueña con volver a despertar.