Un día aprendí
a caminar despacio.
No para olvidarte,
sino para ver si aún estabas
en la esquina donde la memoria se encoge.
Tu nombre…
no lo escribí.
Lo respiré en el humo de cada silencio.
Lo bebí como quien traga puñales dulces,
cuando todos duermen.
No te pedí promesas,
pero maldije cada vez
que no me mentiste.
Tus versos
duelen más cuando sé
que eran también mis palabras
antes de que tú las escribieras.
No sé si te amaba.
Pero sí sé
que me incendiabas los huesos
cada vez que no me tocabas.