A la Luna le debo aquella noche
donde el alma tembló sin un abrigo,
y en su fulgor —tan lejos del reproche—
me tomó por cobija y por testigo.
Bailé sin más que un gesto, sin palabras,
como quien ya no espera recompensa;
y fue su voz, más leve que las cabras
que escapan del dolor, la que dispensa.
No hubo promesa, ni perdón, ni historia,
tan solo un acto puro, sin sentido,
como en Dostoievski: esa memoria
del alma que se da sin un motivo.
No pregunté su nombre ni su estrella,
y sin saber si era real o sombra,
me vi girando, torpe, bajo aquella
que en su quietud mi soledad asombra.
Hoy cada vez que el frío me golpea
y el cielo, como un juez, me interrogara,
recuerdo que esa Luna aún pasea
esperando el final de nuestra danza.