Perdón por no arder
cuando vos ya eras incendio.
Eso es todo.
Eras refugio,
y yo no podía quedarme quieto
ni en mi mismo.
No fue tu culpa.
Fuiste casa con las ventanas abiertas
y yo llegué con las manos vacías,
sin saber si entrar
o solo quedarme mirando desde la puerta.
Fuiste verdad,
pero yo no tuve fe.
Te cuidé
con la misma ternura
con la que se riega una planta
que no va a florecer.
Perdón si esperaste
un temblor que no vino,
una promesa sin palabras,
un instante que dijera: “sí, es acá”.
Yo también quise quedarme,
pero mi cuerpo retrocedía
como si desde el primer beso
ya supiera que iba a doler.
Y el azar fuese el encargado de elegir
a quién primero
y a quién más.
Y ahora que ya no me esperás,
te miro con la calma triste
con la que uno recuerda
una casa donde nunca vivió,
pero igual extraña
cuando llueve.