Nos miramos. Y el ojo, ese gran abismo húmedo,
se abre y traga. No hay carne, no hay jadeo,
sólo el silencio que grita en nuestras venas.
Tú, yo, dos constelaciones colisionando
en la negrura de la pupila, un estallido
de estrellas mudas, polvo cósmico
que danza y se enreda sin rozarse.
Es un coito de nervios, un temblor invisible
que recorre la columna vertebral,
una descarga eléctrica que no quema la piel,
sólo el alma, hasta dejarla expuesta,
sangrando en el vacío de tu mirada.
Y lo sabemos. Ambos, parásitos
de este mutuo banquete ocular,
devorándonos con la quietud, con la certeza
de que el acto más obsceno es este:
estar desnudos sin desnudarnos,
joder con los párpados cerrados,
sólo la imagen, la maldita y santa imagen
grabada a fuego en la retina.
Luego, el parpadeo. Y la caída.
Volvemos a ser cuerpos, islas
flotando a la deriva, cargados
con el peso de esa fornicación silente,
ese pecado que no dejó rastro,
excepto la cicatriz que ahora llevamos
justo detrás del iris, donde nadie la ve.
Y lo sabemos hicimos el amor sin tocarnos.
m.c.d.r