Hablé con Dios
Voy a la ermita,
al altar mayor,
donde una lámpara respira
su leve luz cansada,
y el aire, húmedo y viejo,
es incienso que se aferra a los siglos.
Las paredes murmuran en sombras,
y el eco se arrodilla.
Aquí vine a hablarle a Dios.
Traía en mis manos
un desengaño hondo,
una grieta de ausencia,
y un manantial de lágrimas
que no eran mías.
Fluyen, inconsolables,
de otros ojos,
de aquellos que aman hasta el dolor,
que odian hasta quebrarse.
Traía sus lágrimas,
sus gritos secos,
sus voces silenciadas por el tiempo.
Yo, solo un puente roto,
traté de entregárselas al cielo.
Le ofrecí mis manos llenas de agua,
pero el aire se las llevó
y dejó en mí un cántaro seco,
un vacío sin nombre.
El cielo no habló.
Solo el incienso ascendió,
y con él, mis manos vacías.
Al salir,
el mismo silencio me aguardaba.
Pero esta vez,
era mío.
Lo que no dijo el cielo…
me lo dijo el silencio.
— L.T.