Escucha este murmullo que arde bajo el velo,
no es fiebre ni locura: es cielo hecho destierro.
Caído entre cenizas, amé —lo juro— al viento,
vestido de promesa con puñal en su aliento.
Le di verbo y penumbra, le ofrecí mi quebranto,
le entregué mi condena y el canto más sagrado.
A cambio, oh tumba oscura, recibí su mentira:
un beso que sangraba donde el alma respira.
Después vino el desprecio como daga en la entraña
y el mundo se volvió liturgia sin mañana.
Desde entonces transito con sal entre los dedos,
sembrando epitafios en la noche sin credo.
No imploro redención: ya pacté con mi ruina.
Solo ansío que el nombre que albergó mi doctrina
se pudra en la garganta cual hostia ya marchita
con pompa funeral que el dolor resucita.
Pues aún en los hornos del infierno celeste
hay versos que se alzan —blasfemos, pero honestos—,
de quienes —rotos todos— sangran con medida:
hallando tinta en lodo y redención... en la herida.